La resucitada
Emilia Pardo Bazán
Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera.
Un murciélago, descolgándose de
la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire.
Una forma negruzca, breve, se
deslizó al ras de las losas y trepó con sombría...
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La resucitada
Emilia Pardo Bazán
Ardían los cuatro blandones soltando gotazas de cera.
Un murciélago, descolgándose de
la bóveda, empezaba a describir torpes curvas en el aire.
Una forma negruzca, breve, se
deslizó al ras de las losas y trepó con sombría cautela por un pliegue del paño
mortuorio.
En el mismo instante abrió los ojos Dorotea de Guevara, yacente en el
túmulo.
Bien sabía que no estaba muerta; pero un velo de plomo, un candado de bronce le
impedían ver y hablar.
Oía, eso sí, y percibía -como se percibe entre sueños- lo que con
ella hicieron al lavarla y amortajarla.
Escuchó los gemidos de su esposo, y sintió
lágrimas de sus hijos en sus mejillas blancas y yertas.
Y ahora, en la soledad de la
iglesia cerrada, recobraba el sentido, y le sobrecogía mayor espanto.
No era pesadilla,
sino realidad.
Allí el féretro, allí los cirios.
.
.
, y ella misma envuelta en el blanco sudario,
al pecho el escapulario de la Merced.
Incorporada ya, la alegría de existir se sobrepuso a
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