Los bandidos de Uad-Djuari
Roberto Arlt
Era siempre el mismo y no otro.
Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una
linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del "fondak",
veíamos a un niño...
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Los bandidos de Uad-Djuari
Roberto Arlt
Era siempre el mismo y no otro.
Cada vez que Arsenia y yo pasábamos por la plaza de Nejjarine, sentado bajo una
linterna de bronce, calado al modo morisco que adorna a la fuentecilla del "fondak",
veíamos a un niño musulmán de ocho o nueve años de edad, quien al divisarnos, se
llevaba la mano al corazón y muy gentilísimamente nos saludaba:
-La paz.
Excuso decir que la plaza de Nejjarine no era tal plaza, sino un hediondísimo muladar,
pavimentado con pavoroso canto rodado.
En los corrales linderos trajinaban a todas
horas campesinas de las cabilas lejanas, acomodando cargas de leña o de cereales en el
lomo de sus burros prodigiosamente pequeños.
Pero este rincón, a pesar de su
extraordinaria suciedad, con su arco lobulado y un chorrito de agua escapando de la
fuente bajo el farolón morisco, tenía tal fuerza poética, que muchas veces Arsenia y yo
nos preguntábamos si al otro lado del groseramente tapiado arco no se encontraría el
paraíso de Mah
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